Capítulo 3

Se había ido.

Mitch parpadeó, sacudió la cabeza y volvió a parpadear. Furioso, recorrió con la vista la ensenada cubierta de niebla.

—No puede ser —musitó. Pero era cierto.

Bajó temprano a la ensenada, preparado para engañar a la pobre e inocente Lacey Ferris. Había planeado enviarla a la cabaña a recoger la chaqueta que había olvidado, y mientras ella obedecía, él aprovecharía para huir.

Y resultaba que era ella la que se había ido.

No podía creerlo. Miró a su alrededor, aturdido. Luego se pasó los dedos por el cabello, pateó el suelo y una horrible sospecha lo asaltó de pronto. ¿Lo habría engañado Warren Ferris?

Rechazó la idea. No había razón para que Warren lo engañara y lo abandonara allí. En los negocios y en la guerra todo era posible. Pero no tenían otro negocio aparte del Bar F, y el viejo sólo tenía que decir que no deseaba venderlo.

¿Entonces por qué...?

Pensó en Lacey Ferris, su actitud altiva, su sonrisa de pilluela, su agresivo cabello rojo. Pensó en cómo iba de una cosa a otra, siempre hablando y gesticulando para luego mirarlo intensamente con sus profundos ojos verdes.

—¿Entiendes? —le había preguntado ella—. Quiero asegurarme de que comprendes. Mañana tendrás que hacerlo solo —le había dicho. Y él se había sentido tan culpable. ¿Era posible que ella...? ¿Había sido capaz de hacerlo? ¿Lo había hecho?

No. Por supuesto que no. Quizá lo engañaran sus ojos no dejándote ver un barco de doce metros de largo. Jamás había visto niebla tan densa.

Pasó la vista de un lado a otro de la ensenada y se volvió hacia la playa buscando a Lacey de nuevo, pensando que tal vez estuviera escondida detrás de un árbol y que aparecería en cualquier momento riéndose de él. Pero no fue así.

¿Qué sucedía? ¿Sabía lo que él había aceptado hacer?

Sintió otra breve punzada de remordimiento, pero la rechazó con firmeza.

—¡Lacey! —gritó. No hubo respuesta.

Miró las pocas hectáreas de rocas rodeadas de océano, los pinos, los abedules, la colina en que se encontraba la cabaña.

¡La-cey!

La niebla apagó su voz, que se perdió entre el eterno golpeteo de las olas contra la orilla. No sólo era incapaz de hacerse oír, sino que tampoco había nadie que oyera sus gritos. Lacey había desaparecido. Para siempre. Mitch se enfrentó a la realidad y cerró la boca de golpe. Empuñó las manos.

—¡Esa pendenciera! ¡Bruja! ¡Me ha dejado aquí!

Y además, con mayor enfado, se percató de que lo había hecho con su propio velero.

—¡Y ha robado mi barco! —siseó.

«¿Cómo se había enterado?», se preguntó. No tenía importancia. ¡Lo único que importaba que ella había invertido sus posiciones! La expresión de su rostro, mientras le enseñaba a usar la cocina volvió para provocarlo de nuevo. Y pensar que se había sentido culpable por lo que planeaba hacer con ella. ¡No sentiría ningún remordimiento en aquel momento si pudiera retorcerle el pescuezo! Entrecerró los ojos y las uñas se le enterraron en las palmas mientras observó la niebla impenetrable.

—Ya verás, Lacey Ferris —masculló. Nadie le gastaba bromas a Mitch DaSilva.

Mucho menos si sabía a lo que se arriesgaba.

Esperar pacientemente no era algo que Mitch acostumbrara hacer. Era un hombre de acción, de iniciativa, que necesitaba mantenerse ocupado. Le gustaba hacer sus propios planes y llevarlos a cabo. Estar supeditado a los planes de otra persona lo enfurecía. Y el plan de Lacey Ferris, de abandonarlo una semana en Puffin Patch, lo enfureció de una manera inimaginable.

Desahogó su ira cortando leña. Una tormenta anterior había desenterrado varios árboles viejos de la isla, uno muy cercano a la cabaña, y Mitch se dedicó a cortar trozos del tamaño de la chimenea, imaginando que era Lacey Ferris a quien hacía pedazos.

Por impulso, subió a la cima de la colina para mirar hacia la ensenada donde había estado el Esperanza. Pero no sabía ni rastros de velero. Y la niebla seguía cubriendo la isla.

Mitch hizo una mueca y regresó hacia el árbol que estaba destrozando y se puso a trabajar con una furia renovada, sin percibir que la neblina le pegaba la camisa a la espalda, ni que le estaban saliendo ampollas en las manos. Se apartó un mechón de cabello de los ojos y siguió cortando.

La mañana se convirtió en tarde y no llevó consigo ninguna mejora ni en el malhumor de Mitch ni en el tiempo.

Pero, para su asombro, llevó a Lacey Ferris.

En el momento en que partió el último trozo de madera, algo crujió a sus espaldas. Se volvió y se quedó perplejo.

Ella se encontraba de pie en la cuesta que daba a la cabaña. Mitch esperaba que alzara los brazos victoriosa o que se burlara de él.

No lo hizo. Permaneció quieta, con Jethro húmedo y sucio en brazos. Su piel, normalmente rosada, estaba muy pálida y sus pecas eran visibles aun a diez metros.

Tenía el cabello húmero y enmarañado. Parecía cansada, vencida. Mitch sintió una primitiva oleada de satisfacción porque se encontraba precisamente como él había deseado.

Aquello le enseñaría a no robar veleros. Era obvio que se había arrepentido.

Esperó a que ella hablara.

Pero Lacey ni siquiera lo miró, sólo dejó al gato en el suelo y bajó por la colina corriendo y pasó junto a él para subir por los escalones y entrar en la cabaña. Cerró la puerta de golpe.

Enfadado, Mitch la vio desaparecer. ¿Ni siquiera se iba a disculpar? Encajó el hacha en el leño más próximo y la siguió. Abrió la puerta de la cabaña de par en par.

Ella se encontraba de pie al fuego, con los hombros encogidos y tiritando mientras se frotaba las manos en un esfuerzo por entrar en calor.

—¿Has tenido un buen viaje? —Mitch no intentó disimular su sarcasmo. Ella merecía bastante más que aquello.

Durante un momento, pareció que ella no respondería. Luego, con lentitud, volvió la cabeza para mirarlo por encima del hombro.

—Los he tenido mejores —dijo, y se volvió de nuevo para acercarse al fuego.

Irritado, él se le acercó.

—Al menos has sido lo bastante inteligente para volver. ¿A dónde demonios has ido? ¿Qué tipo de jugarreta pensabas hacer?

—¿Hacer una jugarreta yo? ¿Yo? —se volvió para mirarlo con furia. No podía creer lo que oía. Había estado a punto de ahogarse por intentar escapar de las intenciones pérfidas de Mitch DaSilva, ¡y él pretendía pasar como víctima!—. ¿Y tú?

¿Y la driza? Oh, diablos —lo remedó—, parece que he soltado la driza. Creo que tendremos que permanecer aquí esta noche.

Él titubeó un instante.

—Sí, la solté. Quedó en la punta del mástil.

—Asida por un hilo de pescar.

Él hizo una mueca y metió los puños en los bolsillos.

—¿Y qué?

—No me hables de jugarretas, Mitchell DaSilva. Conozco tus planes malvados.

¡Tuyos y de mi tío Warren!

Él pareció sorprenderse.

—¿Qué sucede entre tu tío Warren y yo?

—Yo estaba allí, en la casa, aquella noche. ¡Os vi! Os oí tramar vuestro complot aquella noche en la biblioteca.

Él frunció el entrecejo, pero no lo negó.

—¿Estabas allí? ¿Dónde?

—En el pasillo —respondió Lacey, irritada—, mirando por la cerradura.

Mitch esbozó una sonrisa complacida.

—Husmeando.

—¡Protegiéndome! Sabía que el tío Warren tramaba algo; jamás pensé que se rebajaría al secuestro.

—No es un secuestro.

—¡Eso díselo a la policía!

—Oh, por Dios, no puedes llamar a la policía porque tu tío deseaba protegerte.

Lacey alzó los ojos.

—¿Protegerme abandonándome en una isla?

—Te quiere. No desea que te enredes con gentuza.

Ella se preguntó qué diría si le contaba exactamente quién era aquella gentuza.

—Y supongo que tú no eres gentuza —lo miró con desprecio y notó que apretaba las manos dentro de los bolsillos y se sonrojaba.

—Tienes mucha razón, no soy gentuza. ¡Y ni loco me casaría contigo por tu dinero!

—¿Yo no me casaría contigo aunque fueras el único hombre sobre la tierra!

—¡Jamás te lo pediría! —gritó él.

—¡Estoy encantada! —replicó ella.

Permanecieron allí, de pie, jadeando, con los ojos fulgurantes mientras se miraban enfurecidos. Lacey oyó que el fuego crepitaba a sus espaldas y se volvió, prefiriendo enfrentar cualquier otra cosa que no fuera la dura expresión de Mitch DaSilva.

—Si lo sabías —dijo él, después de un momento—, ¿por qué viniste?

—Tenía intenciones de darte una lección —respondió ella, desdeñosa.

Hubo una pausa.

—Pues lo has logrado —él sacó las manos de los bolsillos y enderezó los hombros—. Tan pronto se despeje la niebla, volveremos.

—No podemos —replicó la joven con suavidad.

Él se detuvo a medio camino hacia la puerta.

—¿Por qué no?

—El velero se ha hundido.

¿Qué? ¿Has hundido... mi... barco? —las palabras estaban más allá de la angustia y de la furia. La miraba atónito, pasmado, pálido. Sus ojos brillaban con un fuego endemoniado.

—¡Ibas a secuestrarme! ¡Podía haberme muerto aquí!

—Es una lástima que no sucediera.

—Espera un minuto...

—No, espera un minuto tú. Tú robaste mi velero.

¿Robé? —gritó Lacey.

—Robaste.

—Tomé prestado tu preciado barco. Por Dios, ¡iba a dejarlo en Boothbay! Lo hubieras encontrado cuando te rescatara el tío Warren.

—¿Pero en vez de eso...?

—Encalló en la Isla Parker —respondió ella en voz baja.

—Isla Parker —Mitch cerró los ojos y maldijo en silencio. Lacey, quien aún podía oír el horrible crujido de las rocas contra el casco de madera del Esperanza, se encogió.

—¡No quería hacerlo! —exclamó con furia—. ¡Actúas como si lo hubiera hecho a propósito! ¡No es así! Además, es culpa tuya —añadió—. Si no hubieras...

—Cállate —la voz de Mitch fue fría y dura—. Cállate. No quiero hablar contigo.

No quiero escucharte —ella abrió la boca, pero él la detuvo—. Eres una malcriada Lacey Ferris. Un bicho consentido, mal educado y odioso. Mereces cualquier desgracia que te suceda. ¡Eres tan insoportable como dijo tu tío!

Dicho aquello, abrió la puerta y salió. Cerró con tanta fuerza que toda la cabaña, junto con Lacey, se estremeció.

No regresó. Gracias al cielo.

Ella se hubiera disculpado si él le hubiese brindado la oportunidad. Con el hundimiento del Esperanza se había sentido muy mal. Era un velero precioso, elegante y fácil de manejar, como un pura sangre que respondía a un ligero movimiento.

Ahora era una ruina, una pérdida total. Lacey había tenido que remar en la lancha para volver a Puffin Patch.

Pero la lancha jamás los llevaría hasta tierra firme. Estaban demasiado lejos.

Ella, Jethro y Mitch tendrían que permanecer allí hasta que el tío Warren se dignara a rescatarlos. O, pensó con optimismo, al menos hasta que un pescador local encontrara los restos del naufragio y buscara supervivientes.

Pero las aguas entre la Isla Parker y la Isla Blueberry no eran una ruta regular.

Había otras más rápidas a lo largo de la costa, vías más cortas para llegar a las islas habitadas, que eran visitadas por el transbordador. Y la pesca no era lo bastante buena allí como para que pudieran contar con la ayuda de un pescador amigable.

Necesitarían un milagro para salir pronto de la isla, y Lacey lo sabía.

Lo único bueno de todo aquello, pensó, era que Mitch DaSilva le diría algunas verdades al tío Warren, siempre y cuando su pariente sobreviviera después de que ella lo enfrentara.

Se estremeció de nuevo y se frotó las manos, consciente de que, a pesar de sus esfuerzos, el fuego no lograba hacerla entrar en calor. Temblaba, pues tenía mojados los pantalones y la chaqueta. Debió desvestirse antes. Lo hubiera hecho si Mitch le hubiera concedido más tiempo antes de irrumpir en la cabaña.

Comenzó a hurgar en el armario. Desenterró los jersey más calientes que, con el paso de los años, habían olvidado sus primos y ella. Apareció uno grueso de lana demasiado grande para ella, pero en un momento como aquel no podía ser quisquillosa.

Se quitó el sujetador mojado, se puso una camiseta y luego el suéter encima. Se quitó los pantalones y las bragas, los colgó en el respaldo de una silla, y los acercó al fuego.

Continuó buscando en el armario y finalmente optó por un raído pantalón de pana que había pertenecido a su primo Fred en los años en que era delgado. Le quedaba grande, pero al menos era caliente. Después se puso un par de calcetines de lana, pero no encontró nada para calzarse. Aunque en aquel momento los zapatos eran el menor de sus problemas.

Una mirada a la habitación le indicó cuál sería el mayor problema: la cama. La noche anterior, cuando surgió el asunto de la cama, ella se había ofrecido a dormir en el barco. Ya no podría hacerlo.

En la almohada aún era visible la huella de la cabeza de Mitch DaSilva. No quería pensar en él, ni en camas. Peor aún, en una cama. Aquella cama. Quizás él no volviera.

«Sí, por supuesto», se dijo burlona. «¿Y a dónde supones que irá?»

Pero cuando pasaron las horas y él no regresaba, Lacey empezó a preocuparse.

A mediados de septiembre anochecía como a las seis y media. Llegó esa hora y Mitch no volvió. Una hora después, la joven asomó la cabeza por la puerta para encontrarse con un muro de niebla y oscuridad.

—Sólo Mitch sería tan necio como para permanecer afuera en una noche como ésta —le dijo a Jethro y se metió.

¿Trataba de hacer que ella se sintiera culpable? Era probable.

¿Lo estaba consiguiendo? Sí.

A las ocho y media, suspiró, se calzó, se puso la chaqueta gruesa y salió buscarlo.

Una vida de escalar colinas rocosas fue lo que evitó que se lastimara. Anduvo con cautela por el sendero y trepó por las rocas. Por instinto sabía dónde pisar.

Después de caminar algunos metros, se detenía, escuchaba y gritaba su nombre. No había respuesta.

Se abrió camino por el lado norte de la isla, gritando y escuchando, y recorrió el angosto sendero que conducía a la cima rocosa para luego bajar a la cabaña, deseando que él estuviera allí. No estaba.

«Quizá bajó a la enseñada pensando que le mentí acerca del barco», pensó.

«Bien, pronto verá que no lo engañé». Pero decidió ir allí.

—¡Mitch! DaSilva, ¿dónde estás? —deseó que la voz no le temblara. Pero cuanto más caminaba, más se preocupaba. Tal vez se hubiera caído y estuviera inconsciente.

Se apresuró.

Tardó casi media hora en llegar a la ensenada. Estaba muy cerca cuando recibió una respuesta.

—Aquí. Por aquí —era Mitch. Había algo en su voz, aparte de su aspereza, que Lacey no identificó de inmediato. Sintió una oleada de alivio.

—¿Dónde?

—Aquí abajo. Cerca del maldito sendero. Se desmoronó y me caí.

—¿Estás herido?

—Por supuesto que no, estoy aquí tumbado por placer.

Lacey tendría que estar sorda para no recibir el sarcasmo que encerraba su voz.

«Al diablo con él», se dijo.

—Bien. Entonces disfrútalo —se volvió para irse.

—¡Demonios! Ferris! ¡Regresa! —no había duda acerca de la emoción que demostraba su voz en esa ocasión. Era rabia pura. Ella se detuvo.

—Bueno, dices que...

—Digo que regreses, demonios, y ayúdame.

—¿Ayudarte? —¿Mitch DaSilva pedía ayuda? ¿ Su ayuda?

—Me he torcido el maldito tobillo.

—¿Eso es todo?

—Con eso basta para que no logre subir al condenado sendero. No puedo apoyarlo.

—¿Te lo has roto?

—No lo sé. Creo que no. Pero no puedo ponerme de pie. No puedo apoyarme.

Además, me estoy muriendo de frío —añadió en voz tan baja que ella apenas lo oyó.

—Debiste volver cuando había luz todavía —señaló ella—. No te hubieras caído.

—No estaba aquí cuando oscureció. Remé hasta la Isla Parker para ver mi barco.

—Oh —Lacey tragó saliva.

Hubo un largo silencio. Pero la joven no tenía que oír ninguna palabra para saber lo que Mitch pensaba acerca de las condiciones en que había quedado su barco.

Luego pensó en la distancia que había hasta la Isla Parker. Pensó en la niebla y en el desconocimiento que él tenía de las aguas locales.

—Fue una tontería ir allí —señaló cortante mientras se encaminaba en dirección de su voz—. Has podido ahogarte.

—Estoy seguro de que se te rompería el corazón.

Ella apretó los labios.

—Me hubiera sentido culpable —dijo después de un momento, mirando hacia la oscuridad.

—Tienes buenas razones para sentirte así.

—¡No habría sido sólo culpa mía! Nadie te obligó a intentar secuestrarme.

—Cállate, Ferris —ordenó él—, y dame la mano.

—Una mano no bastará.

—Tendrá que ser una mano.

—Pero...

—Olvida tus malditos argumentos, túmbate y dame tu miserable mano.

—Pero vas a tirar de mí y...

—Y moriremos juntos y será culpa del querido tío Warren —la interrumpió él sarcástico—. ¡No me importa quién es el culpable! Si no me das la mano ahora mismo lo lamentarás el resto de tu vida.

Era probable. Tragó con dificultad, se tumbó, enganchó los pies en la raíz de un pino para apoyarse y bajó la mano. Él se la cogió con fuerza de inmediato.

—Tira —ordenó Mitch.

Lacey tiró y sintió que le arrancaban el brazo. Se le tensaron los músculos del torso y se le trabó el codo. Oyó que él maldecía y trepaba, que caían piedras y se rompían las ramas.

Luego, al fin, él subió un brazo y se agarró a la chaqueta de la joven. Ella se arqueó hacia atrás y se mordió el labio. Su barbilla se hundió en la tierra.

—Tira —musitó Mitch de nuevo y ella dio un último y poderoso tirón. Fue recompensada cuando sintió el aliento tibio y la piel rasposa y pegajosa de él contra su mejilla.

Mitch gruñó y rodó sobre el sendero para tumbarse boca arriba.

Lacey apenas logró ver sus facciones bajo la tenue luz de la luna. Él se puso un brazo sobre los ojos. Respiraba con dificultad.

—Ya —dijo después de un momento—. El querido tío tiene una cosa menos que confesar en el Juicio Final. No estamos muertos.

—Aún no —murmuró ella.

Fue evidente que Mitch no bromeaba acerca de su incapacidad para apoyar el pie. Pero la joven no tenía deseos de servirle de bastón para llegar a la cabaña.

Terminaría agotada.

Se puso de pie y le ofreció la mano para que él hiciera lo mismo. De inmediato e inesperadamente, volvió la imagen de Mitch DaSilva como pantera.

Fue debido a la oscuridad, se dijo ella, al recuerdo de su aliento cálido contra su tez fría. Pero también fue el fuerte apretón de su mano, el tono de peligro que latía en su voz y la repentina percepción de él como la persona que su tío había elegido para secuestrarla.

Pero cuando él colocó el brazo alrededor de sus hombros para apoyarse, cuando ella sintió la fuerza sólida de su cuerpo, la imagen de la pantera se esfumó y en su lugar apareció una más peligrosa; la de Mitch DaSilva como hombre.

«Es mal momento, Lacey», se dijo ella.

—Vamos —indicó con voz áspera y empezó a caminar—. Iremos despacio.

—No podemos ir de otra manera —musitó él junto a su oído. Y el tono hosco de su voz, tan cerca, hizo que otro estremecimiento descendiera a lo largo de la espalda de la joven.

Caminaron cautelosamente por el sendero, muy juntos; la barbilla de Mitch de vez en cuando le rozaba la oreja. Ella le rodeó con un brazo la cintura y tuvo que hacer un gran esfuerzo para evitar que sus dedos asieran el suave algodón de su polo. Ninguno habló, aparte de las imprecaciones ocasionales que Mitch murmuraban cuando por accidente se golpeaba el tobillo. Cuando llegaron a la cima, se detuvo.

—Tengo que descansar.

—Bien —Lacey también necesitaba descanso. Sentir el cuerpo de Mitch DaSilva contra el suyo despertaba en ella pensamientos y sensaciones que no deseaba en absoluto.

Durante la mayor parte de su vida había creído ser inmune a los hombres.

Otras chicas enloquecían por ellos, soñaban con ellos, inventaban fantasías que las hacían arder de deseo. Ella no.

Los hombres eran un problema innecesario.

Se había enamorado de un chico atractivo en la secundaria. Todo terminó ignominiosamente durante una fiesta, donde él no sólo rechazó su beso, ¡sino que también la tiró a la piscina! Mortificada, Lacey hubiera preferido ahogarse a salir. Por desgracia el primo Fred la rescató. Después de aquello, ella pensó: «¿Hombres?

¿Quién los necesita?»

Era una filosofía que le había funcionado hasta que Gordon apareció en escena, en su último año de preparatoria. Otro hombre atractivo, dotado con la promesa de convertirse en socio de un respetado despacho de abogados de Nueva York y con la inmediata aprobación de sus tíos.

Cuando Gordon la besaba, Lacey sentía una tibieza agradable, pero nada más.

Era suficiente, pensó ella. Los mareos emocionales eran para adolescentes.

Sin embargo, Gordon era persistente. La cortejó como nadie lo había hecho y ella no pudo mantenerse inmune a sus cartas amorosas, sus rutinas de flores y bombones y toda la atención que le brindaba.

Insegura acerca de lo que iba a hacer después de la preparatoria, Lacey estaba preparada para cualquier sugerencia.

Así que cuando Gordon sugirió que se casaran, ella no tardó en aceptar. Era agradable sentir por primera vez que iba a hacer algo que la gente respetaba y sus tíos aprobaban. No importaba que la pasión nunca hubiera crecido entre Gordon y ella. Él la respetaba, valoraba las mismas cosas que ella. Cuando Lacey le pidió esperar a que se casaran para consumar su amor, él accedió encantado.

Dos semanas antes de la boda, ella descubrió por qué, cuando llegó inesperadamente a su apartamento y lo encontró en la cama con una de las secretarias del despacho.

—Puedo explicártelo —dijo él. Sin duda podía hacerlo. Pero ella no estaba de humor para escucharlo. Le arrojó la alianza, canceló la boda, salió de la ciudad y consiguió un empleo en CUIDADO dos semanas después, decidida a olvidar a los hombres para siempre.

No tenía razones para lamentar su decisión.

Aún no las tenía. Pero algo sucedía entre Mitch DaSilva y ella, algo fuerte, algo físico, algo que ella no había sentido desde su noviazgo con Donald Barrington.

«Muy mal momento, Lacey», se dijo y se limpió las palmas en los pantalones.

—¿Qué llevas puesto? —la voz de Mitch la sacó de su ensimismamiento.

Lacey se volvió hacia él, perpleja.

—¿Qué llevo puesto? Pantalones de pana. Un jersey.

—La ropa no. ¿Qué huele?

—¿Huele? Mortificada, se tocó el cuello con la mano.

—Na... nada.

—Hueles a flores —se quejó él, como si le resultara agradable.

—Será mi jabón —dijo ella y Mitch gruñó—. No te agrada, ¿no?

Otro gruñido. Mitch se puso de pie con torpeza.

—Vamos.

Pero aquella vez caminaron más separados y la barbilla de Mitch no le rozó el cabello. Era como si él se mantuviera alejado de ella a propósito. Probablemente porque le molestaba el olor, pensó la joven y apretó la mandíbula.

Caminó más aprisa y Mitch tropezó contra ella y maldijo.

—Lo lamento —musitó ella.

—Seguro.

—Piensa lo que quieras —dijo Lacey, aún más irritada—. No voy a discutir contigo al respecto.

—Gracias por ese pequeño favor.

Hicieron el resto del trayecto en silencio.

Al fin lograron llegar a la cabaña y ella lo ayudó a acomodarse en la silla más próxima a la puerta. Él se recostó con el tobillo lastimado extendido frente a sí, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Lo que Lacey vio con la luz de la lámpara de petróleo la aturdió.

Mitch tenía el ojo derecho amoratado y medio cerrado por la hinchazón. Tenía una protuberancia en la frente encima de una ceja y un corte en la mejilla. Su polo y su pantalón estaban cubiertos de lodo. Parecía que le costaba respirar.

«Menos mal que lo he oído antes de verlo», pensó ella, «porque hubiera creído que estaba agonizando».

—Calentaré un poco de agua.

Él abrió el ojo sano y la miró.

—No voy a dar a luz.

—Lo sé.

—¿Entonces por qué...?

—Para curarte mejor —sonrió ella con dulzura.

Una sonrisa tenue apareció en sus labios.

—Esa es mi chica.

—¡No soy tu chica!

—Veremos —él sonrió.

—¡No veremos nada!

Con un esfuerzo considerable, él alzó una ceja y le sonrió. Pero sólo era la sombra de la sonrisa de la que era capaz. Empezaba a cansarse y cerró el ojo otra vez.

Un mechón de cabello oscuro y húmedo se le pegó a la frente.

Lacey reprimió el impulso de retirárselo y se ocupó en echar más leña en la chimenea. Luego vertió agua en la tetera para calentarla.

—Deberías quitarte esa ropa —le dijo al dirigirse hacia la puerta para coger más agua. Oyó una risa apagada a sus espaldas.

—Creí que jamás me lo pedirías.

Ella se ruborizó.

—Vete al infierno DaSilva —murmuró y salió.

La humedad fría de la noche brumosa le golpeó las mejillas ardientes como un trapo mojado. «Al diablo con él», pensó mientras movía la manivela de la bomba de agua. Al diablo con Mitch DaSilva, su aspecto atractivo y su aura de hombre cosmopolita. Al diablo con su capacidad para hacer que se sintiera como una niña.

Siempre había odiado a los hombres como él. Hombres que nunca dudaban, que siempre sabían qué hacer; tan seguros de su sexualidad que le echaban en cara su evidente inocencia.

No quiso reconocer que quería verlo desnudo, ¡por Dios! Pero con sólo pensarlo le ardieron las mejillas de nuevo.

—Demonios —musitó de nuevo—. Oh, demonios —y se echó agua helada en la cara. Y pensar que pasarían una semana solos en Puffin Patch. Y había sido advertida.

«Le gustan los retos», había dicho Danny. Y ella sería su reto.

—Ni en broma —murmuró la joven con las mejillas encendidas. ¿Qué más había dicho Danny? Algo acerca de cómo respondían las mujeres a su hermano.

«Como abejas a una flor. Lo rodean. Él sólo tiene que ser paciente y estarán disponibles para él.»

Y ella supo por la expresión tensa de Danny, que el talento de su hermano con las mujeres era un asunto espinoso entre ellos.

Bien, también sería asunto espinoso entre ella y Mitch, pensó Lacey, si él persistía con sus provocativos comentarios seductores.

Si había una cosa que odiaba más que a los hombres que trataban de seducirla, eran los hombres que la provocaban. Lo había sufrido toda su vida. Stuart, Karl y Fred habían hecho lo posible por hacerle la vida difícil, abusando de sus debilidades, molestándola donde sabían que le dolía. Ella se había rebelado y ellos ya sabían por experiencia que se vengaría si intentaban provocarla.

Pero Da Silva no lo sabía. Aún.

Decidió guardar la calma. Fingiría que todas sus burlas y comentarios sarcásticos no le molestaban. Se prepararía para tolerar sus palabras y pasaría por alto sus implicaciones.

Pero Lacey se conocía bastante bien. Sabía que llegaría un momento en que no podría fingir indiferencia.

—Y entonces, señor DaSilva —dijo en voz alta cuando regresaba a la cabaña—, cuidado.